Si me miras a los ojos, tal vez veas a un joven en silla de ruedas, sin futuro, sin oportunidades, un simple escritor más del montón. Pero si lees mi alma, verás a un niño que solía esconderse bajo la mesa, temblando por el ruido que venía del salón. Verás a un joven que buscó desesperadamente su valor en el lugar equivocado, mendigando migajas de afecto hasta quedarse vacío.

Y por ese niño y ese joven que un día Dios rescató de ese foso oscuro, es que hoy soy un escritor. Porque hubo un tiempo en que la única mano que me sostuvo era la mía, y la única voz que me consolaba venía de las palabras que Dios me inspiraba a medianoche.

La verdad que duele y conmueve es esta: Escribo para decirle a esa versión de mí, que se sentía invisible y tan equivocada, que sí valió la pena. Que cada herida Dios la convirtió en tinta dorada para escribir este libro. Que el amor propio no fue un regalo que tuve al nacer, sino una promesa que tuve que hacerme a mí mismo, línea por línea.

Y si hoy mis palabras te llegan al corazón, no es por mi talento, sino porque tú y yo compartimos esa misma herida silenciosa que lleva la humanidad: la necesidad brutal de ser vistos, aceptados, amados, y finalmente, de perdonarnos por haber sido imperfectos.

Yo soy esa promesa de Dios encarnada. Y espero que, al leerme, empieces a hacer la tuya.